circe.
I
Ya no uso el despertador, dejo que el reflejo de las sienes me levante con sus garras vacías. Como las garras de mis párpados sin planchar. Abro y miro, pero solo un poco porque cada mañana juego a que estoy tuerta. Las maderas se corretean, hasta alinearse con la sombra de la ventana y me separo de mi traje de sábanas. Abro el otro ojo hasta que coinciden.
Meto el dedo en el café, para que él piense que soy torpe. La verdad es que me gusta pensar que las arrugas de mis dedos son consecuencia del batiscafo de mi piel. Además, es caliente, como la mañana.
En ocasiones, cuando su trabajo de guía de turistas lo permite, me lleva a caminar por la costa dorada. Quiere mantenerme activa, como una barracuda. Soy un ancla de marfil que se oxida, soy un barco de caoba, y él no lo sabe.
Vibra la mesa. Vibra entera. Hoy, su novia me dice que me asome por la ventana que da al lago. Camino, el umbral de la puerta es mi columna. Abro y miro. Por fin aprendió a plancharse su traje, aunque siempre le he dicho que se le arruga el hombro cuando levanta el brazo y lo ondea para saludarme desde el barco.
II
Este sol me molesta. Es como si tuviera que pedirle permiso al cielo para poder ver lo que me queda. Como si no fuera suficiente por hoy. Este viento me molesta, solo quiero abrir la boca y explicarle a la familia donde estoy. Llenármela de aire y escupirla con palabras. Extraño los asados en la casa de la tía.
Solo quiero tomar un café o un mate. Aunque lo más seguro es que lo tire por la borda si pudiera, la vida es demasiado corta para esperar a que se enfríe. A mi edad, hay que actuar siempre. Abro el móvil y le marco a Silvia. Dónde estás, me dice, con su voz de semáforo en rojo. Pero acá, en la Suiza, oye, pero aquí la que hace las preguntas soy yo. Entonces, qué querés, para qué hablás, que no sentís que estoy ocupada. Si de sentir, siento, Silvia querida, acá en el bote estaba pensando en vos y en las amigas. No entiendo, por qué no colgás y mirás más allá del móvil. Estoy tan sola, Silvia. Qué. Por eso te marco, solo quiero tomar un café o un mate. Pero para qué, seguro vos estás tan feliz allá, con tus viajes y tu dinero. Pero es que nada de eso importa, Sofía, que no ves, que quiero verlas, ya no me hablan, nada, ni para tomar un café, ni tú ni Dina, ni Raquel, ni Ana María. Pero vos fuiste la de las decisiones. Vamos a tomar algo, eh, yo invito, dile a todas, que quiero verlas, platicar un poco, yo invito el café. Y con qué plata, que te vas a quedar pobre con esta llamada. No, yo puedo hablar todo el tiempo que quiera, yo puedo hablar todo el tiempo que quiera.
Cierro el móvil, como el pico de un cuervo sobre la voz de Sofía. Doy un sorbo a mi café frío y pido la cuenta, con un movimiento del asta bandera que tengo por mano. Me imita ese señor de espalda angosta, con su traje planchado y esa arruga en su hombro cuando levanta el brazo.